Levantó la pierna derecha y se impulsó. Y se encontró flotando en el
aire, leve como una pluma.
Y entonces un maravilloso universo se abrió para él en la superficie del agua.
Apareció un sol como queriéndolo, acariciándolo. Una flor amarilla, un
gorrión que lo imitaba, cinco cartas con un póker de ases. Detrás, asomaba
tímida una foto de su infancia, con el viejo y la vieja que lo abrazaban, una
clave de sol y cinco chicos jugando a la rayuela, un volcán en erupción y un
libro de arena, los relojes derretidos de Dalí y tres mujeres tratando de
plancharlos...
Y entre medio de ese cúmulo de imágenes surgió una que lo sustrajo del
resto, con una mano lo tomó y lo sumergió. Ahora él estaba dentro de esa
dimensión, él era uno más, las flores lo alcanzaban con su aroma, los gorriones
se paraban en su hombro, las mujeres lo invitaban a participar en sus intentos
de reacomodar las horas y poner el contador en cero. El volcán lejano emanaba
un olor azufroso que invadía su nariz y llegaba a sus pulmones. Muchas personas
discurrían por allí, lo miraban, lo saludaban con una ligera inclinación de sus
cabezas y le palmeaban la espalda. Entre ellas Mario, su amigo, con quien
compartió tantas tardes de mate y charlas. Mario lo abrazó efusivamente y le
entibió el alma. Sonriendo, su hermana Luisa le mostró su panza de siete meses
y tomándole la mano lo hizo partícipe de los sismos dentro de ella. Entonces
dos figuras inconfundibles se acercaron, su padre y su madre, lo besaron, lo
acariciaron, lo miraron profundamente a los ojos y le entregaron el libro de
arena. Con las ráfagas de aire el libro se empezó a desvanecer quedando sólo la
última página donde pudo leer antes que los granos se desparramaran totalmente:
…”vale la pena. Fin”.
En ese instante su pie se apoyó en la otra orilla del charco, dio el
primer paso, sacó un cigarrillo, lo encendió, dio la primera pitada, exhaló
lentamente el humo, sonrió y siguió caminando hacia la plaza.
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